Reseña "El futuro del padre. ¿reinventar su lugar?" de Jean Pierre Winter, realizada por Jesús Cotta en "Estado crítico"

Reseña "El futuro del padre. ¿reinventar su lugar?" de Jean Pierre Winter, realizada por Jesús Cotta en "Estado crítico"

JESÚS COTTA | La afirmación de Nietzsche “Dios ha muerto” es tanto un diagnóstico del creciente ateísmo europeo desde la Ilustración como una profecía sobre la imposibilidad de que, en adelante, pueda haber algo tan grande que lo sustituya. Dios ahí no es solo el Dios personal del cristianismo, sino sobre todo la función que Dios cumple, el lugar que ocupa, ese espacio que desde que el homo es sapiens reserva nuestra psique a la primera instancia, a lo absoluto, a lo universal e innegable, a la gran Razón de Ser, en fin, a un último referente que dé sentido a todo y nos fundamente.

Pero el caso es que la profecía no se ha cumplido. A Dios le han ido saliendo muchos sustitutos, competidores y sucedáneos: el Progreso, la Ciencia, la Nación, la Raza, el Género, la Ecología, la Democracia… Así que la gran pregunta es: ¿puede permanecer vacío ese lugar, con lo importante y grande que parece ser en nuestra especie, a juzgar por lo altas que son las pirámides y por lo bellas que son las cúpulas de las catedrales y lo sublimes que son los versos de san Juan de la Cruz? Y si ese lugar no puede estar vacío, ¿el ocupante de turno es legítimo, o sencillamente es un mono sentado en un trono de rey, un becerro de oro más, como el que construyeron los judíos en su largo peregrinar a la Tierra Prometida, hartos de un Dios que no se podía ver ni tocar?

Esta misma pregunta sobre la posibilidad o imposibilidad de sustituir o ignorar la función y el lugar de Dios la podemos hacer respecto a la figura del padre en la actualidad: ¿qué es el padre: el nombre que damos a un agente biológico y que no tiene más importancia que la que queramos darle, o bien es una figura que cumple una función en la conformación de la personalidad? ¿Se trata de una construcción social prescindible en la vida psíquica de un niño, ahora que la maternidad se puede lograr sin que el padre aparezca por ningún sitio? ¿Se puede sustituir por otra figura? ¿Ese sustituto es mejor que el original?

Todas estas preguntas y otras más sutiles se las plantea Jean Pierre Winter, y lo hace desde el punto de vista de la psicología clínica, aunque también posee conocimientos filosóficos y jurídicos. Tiene como referentes a Freud y Lacan, de quien es discípulo, y lleva casi cuarenta años como médico clínico de niños y conoce bien los daños que la eliminación del padre genera en ellos y que, si han sido mal metabolizados durante la infancia, afloran en dos épocas críticas de la vida: la adolescencia y el momento en que nos hacemos padres.

Fue la de Winter una de las voces que se escuchó en la Asamblea Nacional francesa y en el Senado, cuando se debatía abrir el matrimonio a personas del mismo sexo y suprimir del Código civil la referencia al padre y a la madre en beneficio del concepto de “progenitor”. Afirmó entonces: “Desde un punto de vista psicoanalítico sostengo que eliminar tales significantes equivale a asesinar al padre y a la madre. Ni más ni menos”. Señaló además que los defensores de la homoparentalidad estaban aquejados de una paradoja: “Su discurso se basa en una refutación del biologismo: el progenitor no es el padre. Pero al mismo tiempo, les gustaría que aceptáramos sin lugar a dudas que la homosexualidad es biológica. Que sería un estado de cosas, de la naturaleza. Incluso después de treinta y cinco años de práctica, no sabría decir si eso es así o si es resultado de un hecho cultural, de una construcción social, familiar”. Todo ello, incluyendo este libro, le ha granjeado acusaciones de una homofobia interiorizada y a priori, incluso por parte de algunos psicoanalistas, que en esa cuestión de la homoparentalidad se encuentran divididos.

Así pues, las preguntas y conclusiones que él formula en este libro, por una parte, indignarán a quienes consideran que en este asunto lo único importante es satisfacer el deseo de la pareja del mismo sexo de tener un hijo biológico para así realizarse como cualquier persona; pero, por otra parte, interpelarán con argumentos de peso a quienes se pregunten si no pagará un alto precio el niño al que el Estado, para complacer una realización personal, escamotea la posibilidad incluso de apelar imaginariamente a un padre, una figura que nunca podrá ser sustituida por el hombre sin rostro y sin personalidad que ha dado anónimamente a una empresa lo menos anónimo que tiene un hombre: su semen.

La pregunta “¿Quién es mi padre?” no nace de la mera curiosidad, sino de una urgencia existencial que viene a responder a la pregunta de cómo y quiénes y desde dónde me han arrojado a la existencia, a qué cadena de padres y madres pertenezco, a quiénes me parezco y quién ha hecho, en fin, posible mi existencia. Ya Freud advertía que en sus pacientes la figura del padre estaba siempre presente, y daba igual que estuviera vivo o muerto.

Para ilustrar las funciones y la carga simbólica del padre toma como referente la entrañable figura del padre de “La vida es bella”, de Roberto Benigni. “Esta es la historia del sacrificio de mi padre” es la última y reveladora frase de la película. El autor recalca que el padre no es solo una persona, sino que es también una función y, sobre todo, un símbolo que no puede borrarse de un plumazo sin pagar un precio. Distingue, pues, entre las familias donde, por diversas vicisitudes (madres solteras, padres ausentes, malos padres, abandonos, orfandad, etc), el niño no tiene un padre, y las familias que, por una ley del Estado, suprimen la existencia misma del concepto de padre. En el primer caso, el padre, por poco que aparezca, sigue existiendo y cumpliendo su función simbólica, lo que el autor ilustra con varios ejemplos extraídos de su práctica profesional; pero en el segundo caso el niño nace en una familia donde no puede apelar al concepto mismo de padre, un niño que ni siquiera podrá realizar la operación simbólica del “asesinato del padre”. El gran reto no es, pues, el padre ausente sino la ausencia de padre: esta se da “cuando en la casilla “Padre” no hay más que un vacío, un agujero” por decisión legal y no por un accidente de la vida (p. 109).

El padre es una figura rodeada de cierta sacralidad, como dice Freud, y con un valor ambivalente: el hijo necesita su aprobación y a la vez puede percibir su autoridad como una amenaza y por ello puede suscitar amor y odio. Una de sus principales funciones es la de incardinarnos en una genealogía. El autor afirma que las rupturas de continuidad en la genealogía tienen en el niño repercusiones psíquicas serias. Y pone el curioso ejemplo de Winston Churchill para ilustrar cómo siendo un hijo poco amado de un mal padre supo salir adelante en su vida porque para él la genealogía de su apellido era como su armadura. “Churchill no tenía un padre ejemplar, pero se apoyaba en una serie de padres que no había conocido pero que se sucedían como esquirlas resplandecientes durante siglos. Él pertenecía a la duodécima generación de los Marlboro” (p. 57).

Gracias al padre el niño asimila también el tabú del incesto, el “Irás a desear a otro lado” (p. 138), que es el mandamiento del padre al hijo. El padre desempeña, pues, una función muy importante en la gestión que el niño hace del impulso que lo arrastra al goce y la sexualidad; ahí el padre es un referente esencial, puesto que sabe qué hacer con ese impulso (de él hemos nacido) sin ser arrastrado por él.

El autor realiza asimismo un interesante análisis acerca de la ausencia de padre en todos los jóvenes yihadistas de Francia; todos ellos se consideran hermanos y comparten una sanguinaria crueldad y siguen ciegamente a un líder que recuerda al padre de la horda de Tótem y tabú de Freud. Una sociedad sin padres puede degenerar en la crueldad, por más que apele a la fraternidad, porque desde Caín y Abel, desde Rómulo y Remo, la horizontalidad de las relaciones entre hermanos puede conducir a los celos fratricidas. “Los niños que no tienen padre y aquellos cuyo padre es desconocido buscan figuras paternas. Cuando no pueden encontrar al menos una, se sienten perdidos. Están a merced de fuerzas pasajeras, buenas o malas” (p. 158).

Otras muchas interesantes consideraciones hace sobre el perdón y la culpa, la represión, las tres dimensiones de las diferencias sexuales, etc. El libro acaba con un interesante prólogo de la ginecóloga Gemma Durand, que analiza desde un punto de vista original y sugerente cuestiones existenciales como: ¿quién ha decidido mi destino? ¿Lo han tramado a mis espaldas? ¿El amor y la libertad están en mi origen?, etc.

Si hay segunda edición se agradecería una traducción que corrigiera esos “relación a”, “identificación a”, “jugar un papel” en vez de los más elegantes y nuestros “relación con”, “identificación con” y “desempeñar un papel”. Pero eso es una minucia en comparación con lo que considero la mayor aportación de este libro: su alejamiento respecto de los envenenados tópicos que se suelen manejar a la ligera cuando se discute un asunto como la ausencia de padre en las familias monoparentales; al contrario, el autor sitúa el debate en una perspectiva que puede abrir los ojos a unos y a otros, porque no lo hace desde la política ni desde la ética siquiera, sino desde un terreno tan asumible por todos como el psicoanálisis, cuya experiencia clínica y cuyos conceptos contribuyen a esclarecer la importancia y sutileza de lo que realmente se está aquí ventilando: la vida psíquica de un niño que será luego adulto.

Y es todo un acierto que la portada la presida ni más ni menos que el troyano Eneas, a quien siempre se representa llevando a su hijo Ascanio de una mano y, a hombros, a su anciano padre Anquises, que, a su vez, lleva los Penates y los Lares de la familia. Si el padre es quien nos incardina en una sucesión de hombres hacia el pasado y hacia el futuro, el pius Aeneas es nuestro hombre.

Se echan en falta libros como este que, sin alzar la voz, pero tampoco sin esconderla, nos hagan pensar sobre cuestiones esenciales que las ideologías dominantes pretenden sepultar con todo el peso de la autocensura y la corrección política.

El futuro del padre. ¿Reinventar su lugar? (Editorial Didaskalos) | Jean Pierre Winter | 200 páginas | 18 euros