Recesión "A solas con el Señor"

Ha sido una espléndida iniciativa de la editorial Didaskalos el haber recuperado esta provechosa obra del padre Antonio Orbe. Es sabido que a este eximio y docto jesuita se debe gran parte de la renovación de los estudios patrísticos en el siglo pasado. Este insigne profesor, de hecho, dedicó más de cuarenta años de su vida a la enseñanza de la teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, entre 1949 y 1995. Durante esos lustros planteó un nuevo método de aproximación a los Santos Padres. Un método que no solamente cautivó a muchos estudiosos de los orígenes del cristianismo y de la teología cristiana de las primeras generaciones, sino que acrisoló criterios, consolidó planteamientos e hizo escuela. Se puede aseverar sin ambages que fue uno de los más significativos investigadores católicos de la segunda mitad del siglo XX y uno de los más importantes patrólogos católicos de esa centuria. Pero, junto a su conspicua aportación científica, son también inestimables sus hondas y señeras incursiones en el campo de la espiritualidad. Efectivamente, A solas con el Señor es un libro que se inserta recia y enjundiosamente en este segundo apartado de la fértil producción bibliográfica de Orbe. Con su estilo inconfundible, el variado ramillete de meditaciones reproducido en este volumen viene a sumarse a otras obras de este tipo del mencionado autor. En todas ellas Orbe no pretende afiliarse a las tendencias espirituales de la última hora, sino a la verdad del Evangelio presentada con la sencillez y humildad del hombre de fe. Las primeras palabras del prólogo de A solas con el Señor son ya en sí elocuentes: “Aquí tienes, cristiano benévolo, unas páginas que se escribieron sin tenerte demasiado en cuenta. Dejé hablar al corazón con la espontaneidad a que invita el Señor” (p. 11). Teniendo en cuenta este postulado, y como podrá comprobar el lector, no se encontrará en este escrito mucha ampulosidad ni retórica. Tampoco nuevas teorías sobre el gnosticismo o la teología de los primeros Padres de la Iglesia. Sí se hallará, ciertamente, una asombrosa sabiduría, de certero calado y anclada en la gran tradición cristiana. Un cristalino manantial que sacia al brotar precisamente de esa misma alma erudita que aquí se pone a rezar con candidez y sinceridad, sin rodeos. Y todo ello para alentarnos a entrar en su oración, para ponernos a los pies del Salvador y embelesarnos con las enseñanzas y el consuelo que salen de su boca. A solas con el Señor es un libro escrito “a ráfagas”, como apunta el mismo autor (p. 12). A borbotones podríamos decir, dejando surgir los sentimientos que nacen del encuentro intenso y asiduo del orante con el Maestro, que sigue hablando discreta y sigilosamente a los corazones fervorosos. Con estos ingredientes Orbe va recorriendo los cuatro evangelios, escogiendo pasajes célebres y destacados que son comentados con primor y en un clima de devota contemplación. En total el libro está vertebrado en 56 breves capítulos que corresponden a otras tantas sucintas perícopas del evangelio de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Las once primeras meditaciones se inspiran en textos de san Mateo, desde los evangelios de la infancia hasta la cruz (p. 15-57); luego hay ocho sacadas de san Marcos, que empiezan con el milagro de la tempestad calmada y terminan en el llanto de Pedro tras haber negado a Cristo (p. 59-91); a continuación vienen veinte meditaciones (p. 93-174) que parten de los textos de san Lucas (singularmente numerosas son aquí las del evangelio de la infancia, visibilizando así, tal vez, la singular devoción del autor a la Virgen María); por fin, tenemos diecisiete meditaciones en torno al evangelio de san Juan (p. 175-246), iniciando por el famoso prólogo y concluyendo con la mirada puesta en la realeza de Jesucristo (Jn 19,14). Cada capítulo de esta obra no ocupa más de siete páginas. El autor se focaliza en el meollo del texto evangélico elegido. No se demora en los prolegómenos, sino que va a la sustancia de cada perícopa, penetrando en la letra, buscando los paralelismos e insistiendo particularmente en los silencios del Señor. Es frecuente que Orbe parta del pasaje evangélico para luego desplazarse a otros sentidos, a aspectos no inmediatamente presentes en el texto, pero que el Espíritu suscita desde ellos. Todo confluye para que resuene vibrante el Verbum silens, del que habla san Agustín de Hipona, la “Palabra callada” que busca entrada en el alma creyente (p. 13). Repasar estas páginas sin prisas, introducirse en su limpia atmósfera, sintonizar con las afirmaciones del padre Orbe, lleva a percibir que no estamos ante un ejemplar de esa espiritualidad de la “auto-ayuda” tan común hoy día. El hontanar de esta obra no parte de una cierta psicología religiosa. El autor escribe más bien desde la lógica “que impone el substrato de fe, el evangelio eterno de los católicos” (p. 12). Su vía, por tanto, es la de una espiritualidad evangélica, como se puede advertir recordando otros títulos de su producción espiritual: Del Olivete al Calvario (sobre los episodios de la Pasión), Anunciación (sobre el texto lucano de la anunciación); Pan de vida (sobre el discurso de san Juan), Amor extremo (sobre el relato del lavatorio de los pies). La del padre Orbe es, pues, una espiritualidad que parte de la Palabra revelada y que nos invita a la dócil escucha, a frecuentar la escuela de la divina Palabra. Al respecto, este prestigioso jesuita desmenuza la Escritura Santa con delicadeza, la rumia con esmero para brindar luz a cuantos están probados por el dolor, la soledad, la fragilidad, la cruz... Y siempre con el anhelo de hacer avanzar a las almas por las sendas de la santidad. Para ello, una y otra vez, Orbe subraya la importancia del silencio, porque es en ese ambiente de quietud y recogimiento donde Dios gravita mejor. “A Dios le estorba el ruido humano. Su silencio en cambio le llama” (p. 13). El autor, partiendo de un versículo evangélico, deja que el alma se eleve, que se deje llevar por el Espíritu, que permanezca en intimidad con el Amigo, con el Esposo. Ése es el dinamismo al que insta al lector, animándolo a que esté a solas con el Señor. Evidentemente, la espiritualidad del P. Orbe está alimentada por la ubérrima tradición de la Iglesia, enfatizando sobre todo la valiosa doctrina de san Ireneo y san Agustín, a los que dedicó fecundas y largas horas de estudio. También evoca constantemente a santa Teresa de Jesús y a san Juan de la Cruz, a los que tuvo un singular apego. Son innumerables las alusiones a esclarecidos ejemplos de la sólida tradición bíblica, patrística y teológica. Se podrían espigar en el libro incontables citas, implícitas y explícitas, de ilustres santos y doctores de la Iglesia, cultores todos ellos de una milenaria historia de interpretación de los textos evangélicos. El método de lectura que nos propone este egregio religioso está asimismo en la línea de su padre y maestro, san Ignacio de Loyola, al que recurre frecuentemente. Sus afirmaciones no se apartan de la órbita de la contemplación ignaciana. Como buen contemplativo simplifica, mira, observa, escucha; y luego también saca fruto y provecho de lo contemplado. De una u otra forma, el autor tiene siempre en cuenta a los tres actores principales de la historia de la salvación: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en su profunda comunión de amor, obrando nuestra salvación. No de otro modo se leen los evangelios que bajo la guía de esta inspiración trinitaria. En definitiva, estamos ante un texto que no separa “espiritualidad” de “teología”; que no abunda en aspectos psicologizantes, sino que potencia la mirada de fe; que no se deja guiar por lo que está de moda, sino por la eterna verdad del evangelio. Se comprende entonces lo que se dice al final del volumen: “Si algún secreto debiéramos revelar los cristianos, era el que Dios Padre nos reveló: su Logos, su Palabra única. No está la eficacia de la creación ni de la Redención vinculada a otras actividades fatigosas y turbulentas. Una Palabra salida del seno del Padre lo hizo todo sin fatiga, porque su Silencio eterno la había hecho fecunda. Su única fatiga le vino de haberse vestido de carne para habitar entre nosotros y morir en una Cruz. Las fatigas de nuestra carne, más o menos acabarán como las de Cristo: en una Cruz. Pero entendamos que lo que hace fecunda nuestra actividad y vida de trabajos, es la palabra callada que habite en nuestro seno. Nunca el cansancio de la carne fatigue al Verbo íntimo que vive en nuestro interior. Sepamos deshacer con Él todos los otros secretos humanos, que no merecen vivir en compañía de la única Palabra que llenaba ab eterno la inmensidad del Padre. Y no nos cansemos nunca de hacer silencio al Verbo escondido del Padre, creándole, mediante una vida totalmente ajena a carne y a sentidos, una atmósfera delicada y silenciosa que continúe gustoso el diálogo admirable y único que sostiene con el Padre y con los suyos. Si este librito contribuyó algo a interiorizarte con el Verbo de Vida, Dios sea bendito. No llevaba otra misión que predicar el silencio absoluto, a imitación del Silencio eterno y fecundo de Dios” (p. 249-250). Porque creemos ciertamente que el autor, con estas páginas imperecederas, logró cuanto se propuso, versando la gran riqueza de la bondad evangélica sobre los lectores, hemos de renovar nuestro sentido agradecimiento a la editorial Didaskalos por el empeño de haber publicado esta obra inmarcesible.
Fernando Chica Arellano